lunes, 12 de octubre de 2020

Las Discotembas




Al volver de distante ribera -entiéndase España, de visitar a mis hijos y nietos, en el año 2001, me percaté de que tenía demasiado tiempo libre (aún cuando seguía con mis clases de Inglés), demasiados deseos de vivir mi propia vida (me encontraba "libre") y...de bailar.

Mi familia siempre ha sido muy amante del baile, y yo no me quedé atrás.  Ya desde muy pequeña, me paraba delante de la televisión a ver bailar a Tongolele y a imitarla.  Y poco a poco el baile se convirtió en una de mis pasiones, además del estudio, el piano, el cine y la lectura.

En mi adolescencia aprendí a bailar, vals danzón, son, cha-cha-chá, calypso, rock'n roll, twist, charlestón, pilón, mozambique y cuanto nuevo ritmo salía a la palestra. El salón de la casa de mi tía abuela Irene en el Callejón de Espada, la Habana Vieja,  era nuestra pista de baile.  En ella, Gilda, Manola y yo pasábamos horas y horas escuchando discos en su pequeño tocadiscos portátil y bailando a nuestras anchas.

 Y cuando mis amigas comenzaron a celebrar sus fiestas de 15, me aficioné a bailar en las coreografías de las mismas -ironías del destino-, en el año que yo los cumplí falleció mi abuelo y no pude celebrarlos a la usanza, pero tuve mi pequeño " motivito". Lo mejor de las fiestas quinceañeras era el "pique", que se celebraba al día siguiente solo para las 15 parejas que habían bailado el vals. Y me hice asidua a los que montaba mi amigo Tito.  Una noche en que ensayábamos unos quince en un Circulo Social en Playa, vimos como una lancha entraba y disparaba ráfagas siendo perseguida por los Guardacostas.  Por suerte, no hubo que lamentar víctimas mortales ni heridos, pero pasamos tremendo susto.

Como mi novio era buen bailador, asistíamos a muchas fiestas y centros de recreación nocturnos.  Incluso, una vez en el Parisién,  tuve la dicha de compartir con bailarines profesionales como Rolando, el compañero de Anisia, que les aseguro no bailaba con cualquiera.

Al cabo de los años, ya trabajando en Cultura, me casaría con un profesor de danza y aprendería los bailes representativos de los Orish;as; el baile de la tempestad de Oyá con el movimiento constante de la mano en la que simula llevar su iruke para librarnos de todo mal; la danza de los mares de Yemayá en el que las faldas y las manos simulan las olas del mar que pueden reflejar una fuerte marejada o un bello mar en calma; el baile de Elegguá que abre y cierra los caminos simulando ir separando las ramas con su garabato; los pasos lentos del anciano Obatalá que se encorva y se menea el baile de Ogún, guerrero y dueño del monte- un gran trabajador que simula el corte de la hierba con su machete; la más sensual, Oshún, con sus movimientos de caderas y sus brazos extendidos llena de voluptuosidad que enamora a quien la ve; y Shangó, el dueño de los tambores batá y el macho por excelencia blandiendo el hacha y tocándose los testículos.

También pude conocer de bailes latinoamericanos como la cumbia y el carnavalito y mil danzas más. Y aprendería no solo sus historias, sino sus coreografías y otros elementos que elevaron mi bagaje cultural.  Incluso llegué a colaborar en el montaje de las comparsas de La Lisa, entre otras.

Por todo ello,, cuando regresé en el 2001 me di cuenta que eso faltaba en mi rutina: el baile y así fue como con la ayuda de amigas y vecinas comencé a frecuentar las DISCOTEMBAS, lugares a los cuales asistían los adultos y algunos jóvenes, pues ofrecían matinées bailables a precios asequibles, además de un buen ambiente, con música de los 60-70-80 muy del gusto de los "tembas" (mote con el que se nombra en Cuba a los mayores de 40).

Primero fue la Red.  Ahí me estaba 4 horas bailando sin parar en compañía de mis amigas Martha y Lourdes, y consumiendo sólo dos cervezas en toda la tarde. Allí conocí a un compañero de baile, Ernesto, con el que parecía haber bailado toda la vida, pues nos acoplamos super bien.  Recuerdo que, cuando me fracturé la muñeca, no dejé de ir y bailábamos sin parar, y nos hacían coro. Más tarde fue La Maison, y mis vecinas las Moré me decían que no comprendían como yo, siendo la mayor del grupo, siempre encontraba compañero.  Y era porque bailar es un don de los dioses.  El baile es como la música, hay que sentirlo y dejar que el cuerpo se llene de él para entonces liberarlo.

Junto con estas dos, empecé a frecuentar la Casa de la Música de Playa con Martha que es rockera y el Teatro Nacional.  Yo, sinceramente, soy más vanvanera.  Y así fue como me vi visitando el Salón Rosado de la Tropical y disfrutando como la que más. 

Y créanme, no me dolía nada y mantenía un peso y una agilidad envidiable para mi edad.  Eso es una de las cosas que más extraño en mi nueva realidad.